Opinión

El fango y el Rey

Por María José Gutiérrez, periodista y experta en comunicación.

De aquellos barros estos lodos. Y disculpen el poco acertado juego de palabras, pero el abucheo de anteayer en Paiporta era fango de esperar.

Y es que de tanto jugar a desacreditar a todas las instituciones desacreditables y por desacreditar (y de tanto desacreditarse ellas sólitas), esta riada de comprensible rabia, de compartido hartazgo y de manifiesto cabreo. Y digo comprensible y compartible, por la inmensidad de la tragedia, no justificable.

Y es que no es “sólo” haberlo perdido todo; es haberlo perdido todo y no tener esperanza. No poder confiar en el Estado. No percibir la “autoridad”, esa palabra tan grande que no siempre acompaña al poder. Es sentirse solo, en un océano de desolación, mientras manosean tu dolor en un tablero de intereses, reproches cruzados y falta total de liderazgo.

Y a ese dolor, sumar el hastío diario de la corrupción. La mentira, el abuso o la falta de ejemplaridad (si no algo mucho peor) de algunos miembros y de los miembros de algunos miembros.

Tenemos unos políticos que lloran a los muertos, pero sacan un ratín para repartir sillones en la tele pública, porque ese el nivel. Y no le vayan a dar uno a la etarra que apuntaba objetivos desde su periódico asesino (pero esa es otra historia y me desvío).

Tenemos a la Guardia Civil buscando cadáveres en coches ratonera y papeles en el despacho del fiscal de los fiscales (que no tiene fiscal que le fiscalice, ni buen fiscalizador será).

Tenemos cientos de móviles que suenan angustiados sin respuesta, presagiando más muerte, y móviles suministrados a la churri de un ministro por el chulo del chulo de su chulo, que nos chuleaba a todos.

Y mientras que en estas andemos, es comprensible que le entren a una ganas de tirarle una cátedra en la cabeza al señor Presidente. Pero se contiene, porque odia la violencia y porque, quizá, hasta se ha acostumbrado a las miserias de su país. Pero, también, ¡qué carajo! porque a pesar de todo respeta y sigue creyendo en las instituciones, y que éstas están por encima de las personas.

Y a veces cuesta, porque mi yang no se resigna a tolerar en medio de este dolor la chulería presidencial. Que a él la ayuda hay que pedírsela… como si no tuviera ojos ni televisión. Que miren ustedes, y perdonen la frivolidad, pero que es como si le hubiera hecho falta a DiCaprio que Rose le hubiera pedido bajarse de la tabla. ¡Coño! Que hay cosas que no se piden. ¡Se hacen y ya!

Está claro que se me ha ido la mano con la demagogia, pero una no es Valle-Inclán para asimilar tanto esperpento. Ni tragar tanto dolor.
Que por mucho que nos hinchemos a analgésicos, a esta España le duele Valencia; que es su luz, una luz que parece apagarse en el fango.

Quizá nuestros políticos nos reflejen, sean "espejo de lo que somos" (qué eslogan aquel), o, quizá, estén muy por debajo de ese tsunami de solidaridad y ejemplaridad popular, pero a mí eso de que "sólo el pueblo salva al pueblo" me da más miedo que vergüenza. 

Porque un país necesita un orden constitucional y unos gobernantes del bien común, que desarrollen el mandato encomendado. Y si no lo hacen, el pueblo tiene el poder soberano de las urnas, no del palo y el barro.

El pueblo necesita un Estado que le proteja y ampare, porque un país que pierde el respeto a sus instituciones, se pierde el respeto a sí mismo. Y eso ya no se recupera ni en Bollywood. 

Nos ha costado mucho llegar hasta aquí y no vamos a poner en peligro nuestra Democracia, aunque se esté saboteando desde dentro, que ya se sabe que el de fuera en rival, pero el enemigo es el de dentro. Sencillamente. No nos lo podemos permitir.

Por mucho que cueste seguir creyendo, por mucho que estos días nos invada la pena, el dolor y la rabia, por mucho que nuestros ojos estén cegados de lágrimas y nuestras botas de barro toca seguir confiando, creyendo en nuestras instituciones.

Por eso es tan de agradecer que el pasado domingo, en mitad de la oscuridad y del fango, surgiera la figura del Rey. Nuestra máxima institución. Dando una lección de autoridad y de humildad, pidiendo perdón. Manteniendo el timón y la calma. Y la Reina, demostrando que es una mujer además de una dama, como diría Joaquín. Y a eso me aferro hoy, como Rose a su tabla.

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