Cada vez son más numerosos quienes afirman que de aquello de lo que no se habla -o que no tiene nombre- no existe, que el don de la existencia surge en el instante en el que a un ente se le asigna una o varias palabras a partir de las cuales pueden atribuírsele características e ideas que se repiten hasta que se imponen. Así pasó hace ya algunos años, en la década de los 70 del pasado siglo, cuando se empezaron a recoger evidencias de que la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero y su acumulación en la atmósfera acabarían provocando cambios en el clima. Y se acuñó el término “cambio climático”.
A partir de entonces este concepto comenzó a generalizarse, a integrarse progresivamente en nuestro listado de preocupaciones y a formar parte de cada vez más estudios e investigaciones que, durante más de cincuenta años, han tratado de frenarlo hasta este preciso momento. Y es que ha sido ahora cuando el nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha conseguido de golpe, en apenas unas semanas, acabar con este problema, que ya no es más que una cuestión del pasado que quizá recojan algún día los antropólogos que expliquen quiénes éramos y a qué nos dedicábamos en el primer cuarto del siglo XXI. Y lo ha conseguido como se hacen estas cosas ahora, arrojando un hediondo cubo de pintura woke sobre este significante para que ya nadie quiera estar cerca, para que todos los que han hecho del cambio climático su bandera la suelten rápidamente si no quieren que les apesten las manos.
La emergencia climática ha dejado de existir desde el mismo instante en que ha desaparecido de las agendas y de los discursos de los gobernantes de las grandes potencias, de su narrativa, de los titulares que generan. El último de ellos, Trump, ha sido el encargado de dar la puntilla al innombrable término que empieza a sonar a anacronismo en el plano político y que, poco a poco, las grandes organizaciones, siempre en la órbita de los que mandan, irán sustituyendo por otros sobre cuya relevancia haya consenso. Me consta que desde la llegada del nuevo inquilino de la Casa Blanca se están produciendo concienzudos debates en muchas de las grandes corporaciones americanas que en los últimos decenios han basado buena parte de su estrategia reputacional en el cuidado del medio ambiente; una circunstancia que ahora no es que pase inadvertida, sino que directamente no gusta a los que se han juramentado para, de la noche a la mañana, borrar este término del diccionario. Y tras ellas, como bien es sabido, llegarán las nuestras, las grandes empresas del viejo continente con intereses transfronterizos, que tampoco querrán importunar al gran paladín del nuevo orden mundial; y no lo harán. De hecho, como sus homólogas americanas, muchas ya celebran en estas últimas semanas interminables reuniones y consejos de sabios en los que dirimen en qué transformarán su cultura verde sin que se note demasiado.
Y aunque en lo referente al uso del idioma por parte del nuevo presidente estadounidense y de su corte ya se observan otros logros que también iremos viendo reflejados (me refiero al empleo de un lenguaje directo, desinhibido, provocador y agresivo cuyo uso se irá normalizando a medida que vaya calando en los distintos ámbitos) no quiero desviarme del propósito principal de este artículo, que no es otro que subrayar los esfuerzos silenciosos que se están realizando para guardar en el cajón al “cambio climático”.
Porque las mentes lúcidas responsables de orquestar su desaparición del relato de nuestro tiempo, de este recién inaugurado nuevo orden mundial, deben de considerar que sin él podremos vivir tranquilos de una vez por todas. Que tras su estela se esfumarán otros palabros como descarbonización, apocalipsis climática, calentamiento global o gases efecto invernadero, lo que nos posibilitará legar a nuestros descendientes un futuro más limpio en el que posiblemente tampoco precisen “respirar”, porque entonces alguien con predicamento, cuya voz se haga oír a los cuatro vientos, ya habrá borrado esta otra incómoda palabra del diccionario.