El lunes 1 de julio de 1997, la Guardia Civil, en una brillante y trabajada operación, liberó al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, secuestrado por la banda terrorista ETA 532 días antes en el garaje de su casa de Burgos.
Ortega Lara pasó todo ese tiempo encerrado en un agujero, construido por los terroristas en el subsuelo de una nave industrial de Mondragón. Las dimensiones de ese mal llamado “zulo” eran de 3 metros de largo, por 2 de ancho y 1,80 de alto. Puede uno hacer el esfuerzo de imaginar lo que es “vivir” 532 días con sus 532 noches en un sitio así. Y puedo asegurar, que por mucho esfuerzo que uno haga, no se llega a calibrar el grado de tortura que uno sufre cuando es privado de la libertad y obligado a vivir en unas condiciones infrahumanas. El único que de verdad sabe lo que se sufre en esas condiciones es el propio afectado, en este caso, José Antonio Ortega Lara.
Tuve la experiencia vital -era en ese tiempo el Director de Comunicación del Ministerio de Interior con Jaime Mayor Oreja como ministro- de seguir muy de cerca las horas previas y posteriores a la liberación de Ortega Lara, y en mi memoria se agolpan muchos y emotivos recuerdos. Algunos de ellos los quiero compartir en este artículo con los lectores de Escudo Digital.
Tras su liberación, Ortega Lara fue conducido de inmediato a un reconocimiento médico de urgencia al Hospital Nuestra Señora de Aránzazu de San Sebastián. Del centro sanitario fue trasladado a la Comandancia de la Guardia Civil de Inchaurrondo en San Sebastián, donde se produjo el emotivo encuentro con su mujer, Domitila, que había conocido la noticia de la liberación de su marido a través de una llamada telefónica del ministro Mayor Oreja a eso de las 6,10 de la mañana a su domicilio de Burgos.
A la Comandancia de Inchaurrondo llegamos en torno a las 11 de la mañana, el ministro y las personas que le acompañábamos. Tengo muy grabada la imagen de Ortega Lara sentado junto con su mujer en un sofá del despacho del Teniente Coronel Laguna, Jefe de la Comandancia. Ortega Lara tenía la mirada perdida, un gesto de agotamiento surcaba su cara, lucía una larga barba e iba vestido con un chándal color fucsia -el mismo que había llevado durante su secuestro- y unas deportivas nuevas que le había proporcionado la Guardia Civil al llegar a Inchaurrondo.
El ministro de Interior y el Secretario de Estado de Seguridad se sentaron en dos sillones que estaban a ambos lados del sofá, y el resto de personas nos quedamos de pie, pero lo suficiente cerca para oír lo que se decía. Con un hilillo de voz, Ortega Lara se dirigió a Mayor Oreja y le dijo: “ministro, ya les decía yo a mis secuestradores que estaba seguro que este Gobierno no iba a ceder al chantaje que había planteado ETA para mi liberación -el acercamiento de todos sus presos a cárceles del País Vasco- y que por lo tanto me tendrían que matar”. Y sin solución de continuidad, con el mismo hilillo de voz, añadió, dirigiéndose en este caso no sólo al ministro, sino también al Secretario de Estado de Seguridad: “cuídense mucho, porque les tienen muchas ganas”.
Tras este breve pero emotivo encuentro con Ortega Lara, este y su mujer fueron trasladados en un helicóptero de la Guardia Civil hasta Burgos, donde tuvieron un recibimiento espectacular por toda la gente que se había congregado en las inmediaciones del domicilio del funcionario de prisiones.
España entera vibró, lloró, se emocionó con la noticia y, sobre todo, con la imagen de Ortega Lara vivo, aunque con secuelas físicas evidentes reflejadas en su rostro, en su andar cansino, después de los 532 días de tortura. En las semanas siguientes, los médicos aconsejaron que Ortega Lara no debía volver a una actividad laboral normal, y es por eso por lo que - ¡faltaría más- se le concedió la incapacidad laboral permanente.
A partir de entonces, Ortega Lara luchó por rehacer su vida, por recuperar el tiempo perdido sin haber estado al lado de su mujer e hijos y empezó a dedicar tiempo a actividades relacionadas con Cáritas, Donantes de sangre, y más adelante, a dar charlas y conferencias en institutos y colegios para que su testimonio sirviera de concienciación a la gente joven sobre el horror que supone el terrorismo.
Una de esas charlas tuvo lugar hace seis años, atendiendo a una invitación mía, en la Universidad Villanueva de Madrid. Los asistentes a la misma eran alumnos que tenían uno o dos años cuando Ortega Lara fue secuestrado.
La charla, y sobre todo el coloquio posterior fue espectacular. Ortega Lara se encontraba a gusto entre un público universitario joven y no se cortó un pelo ante las preguntas -algunas realmente “atrevidas” que le hicieron los asistentes. Por ejemplo, contó como al ser una persona creyente hablaba con frecuencia con Dios al que un día le dijo: “Tú tuviste tu Pasión, pero duró unos pocos días. Yo llevo ya varios meses aquí encerrado, o sea que haz el favor de resolver esto”. Ortega Lara continuó su relato, añadiendo que después de decir eso, se dio cuenta que se había “pasado” y que entonces le pidió perdón “al Jefe”.
Tras acabar la charla-coloquio, tomé la palabra para agradecerle a Ortega Lara no sólo su presencia, sino su testimonio realmente enriquecedor. Cuando nos estábamos levantando para poner fin al acto, nos pidió que nos volviéramos a sentar un momento. Así lo hicimos todos los presentes, y entonces nuestro invitado dijo textualmente: “os quiero decir una última cosa antes de irme. Os pido que no humilléis nunca a nadie, porque el humillar a alguien hace más daño al que humilla que al que es humillado”.
Todos nos quedamos paralizados ante esta reflexión final del invitado, pero reaccionamos de la única manera posible: con un gran aplauso que sirvió para interiorizar ese último consejo y, sobre todo, para mostrar nuestro cariño, respeto y admiración, a quien nos lo había dado en ese foro universitario. ¿Cabe mayor lección magistral de dignidad dada por quien había sido vejado y maltratado por sus secuestradores durante casi año y medio? A Ortega Lara sus secuestradores consiguieron privarle de la libertad, pero no le doblegaron interiormente, ya que su fortaleza moral, su fe, sus convicciones, le hicieron mantener intacta en todo momento su dignidad, que es una de las cosas más importantes que tiene el ser humano.
Los días siguientes a la liberación de Ortega Lara estuvieron llenos de alegría, de alivio, al ver que una persona inocente había recobrado ese don tan preciado que es la libertad. Fueron días también para agradecer a la Guardia Civil su espléndido trabajo y labor en la lucha antiterrorista, no sólo por la liberación del funcionario de prisiones, sino por la cantidad de operaciones policiales que habían llevado a cabo antes y que siguieron realizando después. Y agradecimiento también por el alto precio que en vidas de guardias civiles había pagado la Benemérita en esa lucha contra la banda terrorista ETA.
Lo que nadie sabía y mucho menos se imaginaba ese 1 de julio de 1997 es que sólo nueve días después, ETA iba a vengarse de esa gran noticia que fue la liberación de Ortega Lara. Lo hizo de la manera que únicamente lo sabía hacer: secuestrando el 10 de julio a primera hora de la tarde, al joven concejal del PP de la localidad vizcaína de Ermua, Miguel Ángel Blanco, al que asesinó cuarenta y ocho horas después. Ese jueves 10 de julio, hacia las tres de la tarde, se recibió una llamada en la secretaría particular del Ministro de Interior, y la funcionaria que atendió el teléfono escuchó lo siguiente: “Hijos de puta, lo de Ortega Lara lo vais a pagar. ¡Gora Euskadi Askatuta!” Y efectivamente, así fue. Lo pagó con su vida un joven concejal del PP, su familia y por ende todos los españoles que habían vivido unos días de gozo con la liberación de Ortega Lara y que volvieron a sumergirse en la angustia y el dolor que supuso el asesinato a cámara lenta de Miguel Ángel Blanco.