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Opinión

El futuro del orden mundial, desafío para el próximo presidente de EE.UU.

Coronel de Ejército de Tierra (R).

Como cada cuatro años, múltiplo de cuatro y desde 1789, el primer martes después del primer domingo de noviembre, se celebrarán elecciones presidenciales en Estados Unidos. Y como cada cuatro años las elecciones norteamericanas seguirán despertando inusitado interés a nivel mundial en un país que, tras doscientos cuarenta y ocho años ininterrumpidos de historia con cincuenta y nueve elecciones y cuarenta y seis presidentes elegidos, nunca ha sufrido una dictadura ni un golpe de Estado. Esta democracia consolidada es la que llevará al próximo gobernante del país el 20 de enero de 2025, tras jurar su cargo ante el presidente del Tribunal Supremo, a enfrentarse a un orden mundial tan turbulento como el que vivimos hoy en día. Un orden seriamente amenazado en tres escenarios diferenciados, pero inequívocamente interconectados entre sí, donde el nuevo inquilino de la Casa Blanca deberá emplearse a fondo para frenar la desestabilización que amenaza con un cambio de ciclo que regula el orden mundial.

El primero de ellos, al otro lado del Atlántico, donde la guerra ruso-ucraniana parece que se ha enquistado en el tiempo, el nuevo presidente deberá presionar a las partes para llegar a un acuerdo en una guerra que está desgastando el prestigio de su país ante el insuficiente apoyo prestado a Ucrania. Hasta el momento, los EE. UU. no han conseguido aupar al país de la “revolución naranja” a una posición de equilibrio con Rusia que permita el cese de las hostilidades y la negociación de un acuerdo que satisfaga a ambas partes. A veinte años vista de la elección de Viktor Yusenko, primer presidente ucraniano con el que dio comienzo la desconexión rusa del país que culminaron con las protestas del “Euromaidan” en 2014, la balanza no parece que se esté inclinado del lado ucraniano. La anexión rusa de Crimea ese mismo año y la perpetuación del conflicto rusófilo en Ucrania que desembocó en la invasión rusa de 2022 han hecho que el conflicto de identidad ucraniana se halle en punto muerto. Parece ser que las principales líneas de apoyo occidental en este conflicto a Ucrania, tanto el asesoramiento militar, entrenamiento de Tropas y armamento entregado como el régimen de sanciones aplicado a Rusia, no está surtiendo efecto. ¿Qué puede hacer el próximo presidente norteamericano para presionar a Putin más de lo que se ha hecho hasta ahora? Quizá este sea el mayor interrogante al que nos enfrentamos después de las elecciones.

El segundo escenario se sitúa en Oriente Medio donde el conflicto palestino-israelí amenaza con una regionalización que ha llevado a Irán e Israel al borde de una guerra abierta convencional entre dos Estados soberanos en la que el margen de contención de los EE.UU. está empezando agotarse. El conflicto extendido al Líbano entre Hezbolá e Israel no ha hecho más que empeorar la situación que puede incluso alcanzar mayores cotas de regionalización si el régimen de los Hutíes de Yemen se empeña en seguir hostigando a los navíos que transitan por el Mar Rojo.  Los Acuerdos de Abraham firmados en 2020 por Israel, EAU y Baréin por los que, entre otras cuestiones, estos últimos reconocían al Estado de Israel (a lo que posteriormente se sumaron Sudán y Marruecos) fueron posiblemente el detonante del ataque de Hamás del 7 de octubre del pasado año que es donde se sitúa el recrudecimiento del conflicto a gran escala. Como primera medida, los EE.UU. deben conseguir un alto el fuego en el área por parte de Israel que debería ser acompañado por la misma decisión por parte de Hezbolá para lo que el concurso de Irán se revela fundamental. ¿Posee el próximo presidente norteamericano capacidad de acercamiento suficiente a Irán para sentar las bases de cualquier principio de acuerdo que desemboque en una paz duradera? Posiblemente ello no sea posible sin el concurso y la intermediación de alguna de las todopoderosas monarquías del Golfo, en particular EAU, Baréin y Qatar a no ser que el potente lobby judío continúe marcando la política regional de los EE.UU. en el área haciendo muy difícil llegar a una solución que satisfaga a todas las partes.

Y el tercero, no es otro que su “flanco oeste”, en el por el momento “relativamente aletargado” escenario de Asia-pacifico donde se acerca la fecha fatídica del 2027 como límite que el dirigente chino Xi Jinping ha fijado para la recuperación (invasión) de Taiwán, afirmando reiteradamente desde su llegada al poder en 2012 que “el asunto de Taiwán no puede ser transmitido de generación en generación”. El intento de control de China del Mar del Sur de su propio nombre justificado por las reclamaciones históricas de explotación de sus recursos naturales dentro de la nine dash line supone otro gran litigio aún por resolver. Las restricciones que el gigante asiático está imponiendo al tránsito y a la navegación marítima internacional en ese mar y sobre las aguas que rodean a Taiwán hace que el área continue siendo prioritaria para los EE.UU. desde el punto de vista estratégico. A ello hay que unir el contencioso permanente con Corea del Norte y su amenaza de empleo de armamento nuclear contra cualquier agresión exterior. El reciente envío de 3.000 efectivos norcoreanos a combatir en apoyo de Rusia en la guerra de Ucrania no ha hecho otra cosa que aumentar la tensión diplomática con los EE.UU., confirmando que la gran capacidad de cohesión que tiene Vladimir Putin en el logro de nuevos partenaires para su frente antinorteamericano (que es lo mismo que decir antioccidental).

Un claro ejemplo de ello es la noticia en estos días se ha producido que, no por ya prevista y conocida, pueda resultar más sorprendente y significativa a la vez. La semana pasada, durante la cumbre celebrada en Kazán, un total de trece nuevas naciones se han adherido como miembros asociados (no de pleno derecho) a la organización de los BRICS+: Argelia, Bielorrusia, Bolivia, Cuba, Kazajistán, Nigeria, Turquía, Uganda, Uzbekistán, Malasia, Indonesia, Vietnam y Tailandia. Con esta medida, los países BRICS+ (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Egipto, Etiopía, Irán y los Emiratos Árabes Unidos) se posicionan claramente como un grupo consolidado que día a día está aumentando su contrapeso a Occidente. De esta organización forman parte, como socios fundadores, los dos principales competidores estratégicos de los EE.UU. (Rusia y China) y otros dos Estados más geopolíticamente posicionados en las antípodas de Norteamérica (Irán y Cuba). Una organización, los BRICS+, fundada en 2009 como foro político y económico alternativa al G7, grupo del que Rusia fue excluida en 2014 tras la invasión de Crimea y que sin duda está llamada a jugar un papel más que preponderante importante en la redefinición del orden mundial a corto plazo. ¿De qué manera el próximo presidente norteamericano hará frente a esta nueva realidad geopolítica global que aglutina alrededor de Rusia y China a muchos países descontentos con la nueva Pax Americana impuesta por los EE.UU. tras la caída del muro de Berlín?. Es evidente que en esta tarea necesitara el apoyo de organizaciones tradicionales como el G7, la OTAN (que planea cada vez más la extensión de sus acciones más allá de sus actuales límites) , el AUKUS o el QUAD (dándose la circunstancia que a este último grupo pertenece también India).

Por todo ello, el mundo contendrá el aliento en espera de las primeras medidas que el nuevo presidente tome para salvaguardar un orden mundial más amenazado que nunca. Por un parte, si Kamala Harris gana, es poco probable que la diplomacia estadounidense se desvíe del rumbo establecido por Joe Biden. La candidata demócrata no tiene la experiencia que tuvo su antecesor y por lo tanto la actual situación podría perpetuarse en el tiempo o al menos pasar un largo periodo hasta que se decidiese a abordar algunas iniciativas que satisficiesen los intereses norteamericanos y de sus aliados europeos y mundiales. El tiempo juega en su contra. Sin embargo, en el caso de que los norteamericanos optasen por Donald Trump para un segundo mandato, el resultado podría ser un salto al vacío. Su intelecto lo empuja al aislacionismo, pero su lado populista que implica su carácter voluble podría convertir su acción diplomática aún más desinhibida de lo que ya lo fue en su anterior mandato con sus acercamientos personales a Xi Jinping, Putin y Kim Jong Un. Sin embargo, al igual que en 2016, nadie sabe con precisión cuáles son las intenciones de Trump en el escenario mundial y lo que es más importante, si para ello contará con los tradicionales aliados norteamericanos en Europa y en Asia-Pacifico. 

En estas circunstancias, los analistas se preguntan ¿cuál de las dos estrategias presidenciales que se averiguan en Kamala Harris y Donald Trump será capaz de gestionar mejor el nuevo orden mundial que está resultando de la realidad geopolítica actual que domina el planeta y en la que los “tambores de guerra” retumban cada vez con más fuerza en las relaciones internacionales? La respuesta es que cualquiera de ellas está obligado a ello. Sea cual sea el presidente elegido, los EE.UU. seguirán siendo fieles a sus principios históricos que les han situado a la cabeza de la civilización occidental desde hace ya casi un siglo y de los que tantos millones de seres humanos se han beneficiado en mayor o menor medida. La derrota del nazismo cuando América acudió al auxilio de la vieja Europa con el sacrificio de miles de combatientes en defensa de la libertad y la opresión sistemática que suponía la Alemania de Hitler o el compromiso que los EE.UU. mantuvieron durante más de cuatro décadas frente al comunismo que amenazaba con extenderse por el mundo civilizado son claros ejemplos de ello.

Quién podía pensar que fuera precisamente la política activa anticomunista de un presidente republicano como Ronald Reagan, cuyo legado en forma de película se revive con éxito en estos días en las pantallas de cine bajo la dirección magistral de Sean McNamara, la que propiciase los acuerdos con Mijaíl Gorbachov, trayendo la libertad y la democracia a millones de ciudadanos que apenas sobrevivían bajo las tesis de Lenin en el Este de Europa incluyendo a la propia Rusia, no lo olvidemos. Por ello, en esta ocasión y una vez más, cualquiera de los dos candidatos que resulte vencedor deberá asumir su responsabilidad ante el mundo libre y civilizado como lo han hecho sus predecesores desde la caída del muro de Berlín.

Parafraseando al flamante premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales Michael Ignatieff, “la política es el arte de lo posible. Pero ahora. Ni más tarde, ni mañana”. De esa manera y por el valor que la democracia norteamericana representa en el devenir de la humanidad, quizás esta vez no sea un tópico afirmar que el próximo 5 de noviembre el mundo se juega su futuro sea quien sea el candidato que resulte vencedor.