A finales de julio la ciudad rusa de San Petersburgo acogió la segunda Cumbre Rusia África, en la que participó la mayoría de los países africanos representados por sus jefes de Estado o de Gobierno.
África es un actor estratégico y prioritario para Moscú, tal y como queda patente en el nuevo Concepto Estratégico ruso de Política Exterior, que el gobierno de Putin adoptó el 31 de marzo de este mismo año, así como en el evidente aumento de la presencia de este país, por medio del grupo de mercenario Wagner, en cada vez más zonas del continente africano.
Casi a la par de la celebración de esta cumbre, un golpe de Estado en Níger, socio estratégico de occidente en la lucha contra los grupos yihadistas en el Sahel, dejó al que hasta entonces era un país ejemplar en la zona en una situación de inestabilidad que a fecha de hoy continúa (ayer África Occidental pidió por carta a Borrell que aplique las sanciones contra los golpistas y que contribuya en “los costes operacionales de la fuerza de reserva que será desplegada”). Aquel 30 de julio, miembros de la Guardia Presidencial de Níger destituyeron al presidente electo, Mohamed Bazoum, y esa misma noche el grupo de militares autodenominado como Consejo Nacional para la Salvaguarda de la Patria (CNSP), apareció en la televisión nacional para anunciar la expulsión del presidente, así como la suspensión de todas las instituciones y las fronteras terrestres y aéreas.
Este golpe de Estado se ha producido tras los perpetrados en Malí y Burkina Faso, donde el grupo Wagner tiene el firme respaldo de los gobiernos golpistas, y de consolidarse en Níger -el grupo paramilitar se ha comprometido a defender al nuevo gobierno frente a cualquier intervención de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao)- elevaría a tres el número de países del Sahel gobernados por juntas militares respaldadas por los paramilitares rusos, e indirectamente por Moscú, en un contexto de mayor colaboración entre África y Rusia que quedó recogida en la citada cumbre bilateral, que se repetirá cada tres años, en la que se acordó, entre otras cuestiones, “una mayor cooperación en los ámbitos del suministro alimentario, la energía y la ayuda al desarrollo”, así como la ayuda de Moscú a los países africanos para "obtener reparación por el daño económico y humanitario causado por las políticas coloniales de Occidente”, incluida "la restitución de la propiedad cultural" saqueada.
Desde la capital rusa se lleva años trabajando -a medida que las relaciones con la UE se han ido enrareciendo- en un plan estratégico de acercamiento con África muy hábilmente puesto en marcha en parte del continente -no nos olvidemos de la República Centroafricana o de Mozambique- que ya enciende las alarmas en Costa de Marfil, Benín, Senegal o Togo, países a los que Moscú también está tratando de dar el abrazo del oso para, a continuación, repetirles al oído el rol damnificador de Occidente respecto a sus Estados (Europa también debe hacer autocrítica) e inocular entre la población un odio que pretenden que ascienda hasta orillas del continente europeo.
La cuestión es que toda estrategia lenta y hábilmente diseñada por un Putin al que los problemas africanos le importan más bien poco -y sí mucho sus recursos naturales, su situación geográfica cara al establecimiento de bases y el acercar conflictos en forma de migración, etc. a Europa-, y ejecutada sibilinamente por medio de un grupo paramilitar contratado por el Kremlin, está sufriendo una rápida transformación desde que hace dos meses el líder y fundador de Wagner, Yevgeni Prigozhin, perpetró una rebelión contra el gobierno de Moscú en la que sus tropas llegaron incluso a avanzar hacia la capital rusa y que ahora, tras su muerte en un “accidente” de aviación, se puede consolidar.
¿Qué pasará ahora con las misiones africanas de un Wagner descabezado? Esa es la gran pregunta a la que no cabe duda que Moscú dio respuesta antes de que el jet privado en el que viajaba Prigzhin -y su número dos, Dimitri Utkin- se estrellara en la localidad de Kuzhenkino, a solo 50 kilómetros de la residencia de Vladimir Putin, en Valdai.
Más allá del férreo control de oligarcas, opositores y facciones militares que a nivel interno Putin deberá haber puesto en marcha (aún más férreo), en el continente africano habrá que estar muy atentos a las reacciones de los miembros de Wagner ante la “pérdida” de su líder. También Occidente debe prestar mucha atención a si el ejército ruso decide o no tomar el control directo del grupo paramilitar (o de sus operativos en la zona), a la designación de un posible sucesor que se ponga al frente de los paramilitares o al avance de la fiebre golpista por otros países. Estas son algunas de las cuestiones que Europa debe seguir muy de cerca porque sus efectos en África, donde la población es la gran damnificada de estos autoritarismos apoyados por Rusia, van a ser inmediatos y qué duda cabe de que, si no se hace nada, acabarán generando serios problemas en el Viejo Continente.
Con toda seguridad Moscú ya tiene estas respuestas, lo que no necesariamente significa que con ellas sea capaz de acertar en el diagnóstico, como ya sucedió en la “operación militar especial” que Rusia puso en marcha en Ucrania y de la que, lejos de durar unos días, ahora se cumple año y medio.