El experto en política de seguridad rusa Mark Galeotti ofrece en “Una historia breve de Rusia” (Capitán Swing, 2022) una visión de sus piedras angulares. Ya sea la Rus de Kiev, el imperio zarista de los Románov, la revolución comunista de Lenin, el terror estalinista, el capitalismo depredador de la década de 1990 o la autocracia postsoviética de Vladímir Putin.
Observador riguroso, el politólogo británico esboza concisas secuencias. Inicia cada capítulo con la exégesis de un monumento, obra de arte o edificio de relevancia, con el fin de ilustrar sus tesis sobre la imagen patriótica expresada. Al término de cada sección ofrece referencias a la literatura especializada.
Sostiene que en geopolítica la historia es una útil guía que nos da pistas acerca de lo que cabe esperar en el futuro. Evita, sin embargo, los relatos dudosos sobre el pasado escritos y sobrescritos para legitimar un presente incierto y convulso. Se centra en cómo se consolidaron mitos y narrativas. Y cuándo se configuraron específicamente para la política interior y exterior.
Estas son algunas de las reflexiones del autor:
1 – Raíz en la Rus de Kiev. Muchas de las creencias elementales rusas sobre el mundo y su lugar en él pueden remontarse en parte a los tiempos de Rúrik y sus sucesores. Caracteriza el periodo de la conquista de los varegos (vikingos) como uno de debilidad, durante el cual surgieron las sempiternas tensiones entre centro y periferia.
2 – Humillaciones externas. Rusia fue repetidamente arrollada por la Horda de Oro (porción occidental del poderío mongol), el Imperio Otomano, Suecia, Polonia-Lituania, Gran Bretaña, Francia, Japón y otros rivales debido a su inferioridad estatal, cultural, militar... A menudo este relato no representa toda la verdad. Es en realidad un cálculo para justificar una construcción propia, combinación de grandeza y violencia rampantes.
Que por ejemplo el “yugo mongol” alejara a Rusia de la Europa del Renacimiento es una verdad parcial. Un mito conveniente para sustentar la supuesta predisposición hacia el despotismo. Pero el absolutismo no es una invención asiática. A los mongoles les iba más la conquista que la administración. Esta era dejada en manos de los príncipes locales tras el violento saqueo y despojo.
3 – Maleabilidad de la historia. Moldeada y reescrita a lo largo de los siglos ha dado como resultado una verdadera “identidad palimpsesto”. Sin duda, también lo han hecho otras naciones. Mas en un territorio tan frágil (carece de fronteras naurales), inmenso y diverso carente de una identidad común los mitos unificadores rusos han forjado un destino común traduciendo la “debilidad” en “orgullo y determinación”.
4 – Ascenso y centralidad de Moscú. Sus Grandes Príncipes, de Iván I a Dimitri Donskói o Iván III (el Grande), extendieron su hegemonía cimentando la propia legitimidad como sucesores de la Rus de Kiev. En cuanto a Iván IV (el Terrible) es un dilema no menor para Rusia que mucho de lo que hoy la define (desde las instituciones a su expansión) puede retrotraerse a este complejo y fanático personaje. Fue el primero en adoptar el título de zar y su reinado fue el más largo durando casi 40 años en el siglo XVI.
Moscú eliminó a la rival cosmopolita Nóvgorod. Colaboró con los mongoles hasta que estos perdieron su vigor en el siglo XIV. Además, con la caída de Constantinopla en 1453, se materializó su pretensión de legitimidad de ser la “Tercera Roma” como bastión del cristianismo ortodoxo.
5 – Mentalidad de fortaleza asediada. El turbulento final de los ruríkidas aupó al poder a la dinastía Románov en 1613. Se emprendieron limitadas políticas modernizadores. No obstante, mientras pasaba a considerarse un país europeo Rusia se veía a sí misma rodeada de enemigos y como guardiana de la fe pura y verdadera. De ahí el surgimiento durante la expansión bajo Pedro I (fundó San Petersburgo) y la soberana ilustrada Catalina la Grande del dilema de cómo comerciar y aprovechar el progreso técnico de Occidente evitando cambios políticos y sociales en el país.
6 – Mesianismo específico. Tras derrotar a Napoleón, la visión sobre Europa occidental cambió. En el siglo XIX lo ruso parecía haber demostrado mayor firmeza y constancia. El racionalismo francés, la radicalización de las ideas liberales, los movimientos constitucionalistas, etc., eran percibidos como contaminadores y destructivos. El zar actuó como “gendarme de Europa” para apoyar a otros monarcas en la lucha contra nuevas derivas liberales y anarquistas.
En el ámbito doméstico, en nombre del bien común se proclamaban como valores la ortodoxia y la autocracia. Se abría paso la era de la rusificación y la polícía secreta. Conviene recordar que hasta 1861 no se liberó a los siervos: la mayoría aplastante de la población.
A continuación Galeotti explica que, tras 1917, el aludido dilema zarista de modernizar sin arriesgar al mismo tiempo su dominio en el Estado ocupó de manera análoga a la nueva e inexperta elite soviética.
Incluso bajo Stalin, que tras la prematura muerte de Lenin, se hizo con el control mediante el terror persistieron las viejas creencias y estructuras. La despiadada colectivización agraria e industrialización no eran solo expresión de su ansia de poder. Su brutal programa “Socialismo en un solo país” se debía también a una certeza sobre la vulnerabilidad de la joven URSS. La victoria sobre la Alemania nazi invasora en la conocida como Gran Guerra Patriótica (1941-45) debido al enorme dolor causado (20 millones de muertos) elevó a este Estado paria a la categoría de superpotencia con ganancias territoriales y el dominio sobre Europa Central y Oriental. Stalin pudo así justificar en el plano interno, sus crímenes. Todo ello vinculado al mencionado mesianismo. Un viejo mito por el que el destino de Rusia era ser la defensora de Europa.
Para la etapa postsoviética, identifica una amalgama de rencor hacia Occidente y nacionalismo, los 90 significaron desesperanza y desilusión para la mayoría de los rusos. Una demoledora y descontrolada privatización condujo a la oligarquización política y económica. La crisis financiera de 1998 llevó a una bancarrota estatal de facto provocando tanto la merma de valor de activos privados como pérdidas salariales.
Describe a Putin como el patriota que volvió a convertir el Kremlin en centro de poder. Admite que quizá quiso sinceramente ser un socio de Occidente. Pero pronto el autócrata amargado por desaires y desafíos – tanto reales como percibidos – adoptó un rumbo de confrontación.
Putin se considera a sí mismo como quien impidió la disolución del país. En su beneficio propio, habló de un futuro en el que se repetiría la extraordinaria historia nacional. De ese modo (re)surgieron los dogmas del excepcionalismo ruso:
- Si no está unida bajo un hombre fuerte Rusia es presa para el exterior.
- Nunca agrede. En todo caso, se defiende frente a un orden mundial unipolar impuesto.
- No es asiática: siempre ha protegido a Europa velando por la fe ortodoxa como verdadera forma de cristianismo y el conservadurismo social ante los efectos nocivos de posmodernismo y subjetivismo.
Obra reveladora y documentada sin contener excesivos patetismos ni apelaciones a “comprender” las percepciones planteadas por Rusia. Más bien descifra la maleabilidad y ductilidad de las narrativas nacionales. Alterna entre descripción y comentario de los acontecimientos y la creación de mitos a partir de ellos. Evita los análisis en profundidad. Esta concisión logra el deseado efecto de dejarnos con preguntas y objeciones que, precisamente, despiertan el impulso de profundizar en ellas.
Un ensayo imprescindible habida cuenta de la instrumentalización de la historia en el actual revisionismo del Kremlin. Y que la guerra de Ucrania se libra también en el campo de batalla de la (des)información.