Las diferentes maneras de gestionar la Inteligencia Artificial pueden marcar el devenir del siglo XXI y quién sabe de los venideros. De ello habla Kai Fu Lee en su libro ‘AI Superpowers’, éxito de ventas en las listas de New York Times, USA Today y Wall Street Journal que desgrana las diferentes aproximaciones a la Guerra Fría Tecnológica por parte de Washington y Pekín.
Para el autor, China y Estados Unidos afrontan el desarrollo tecnológico en general desde puntos de vistas distintos. El gigante occidental se centra más en la innovación, en crear productos totalmente originales que supongan lo que Steve Jobs llamó “una muesca en el universo”. Por el contrario, el enfoque chino es más pragmático: se trata de ganar dinero, y las compañías buscan ese objetivo sin rodeos ni retóricas.
Sin embargo, a pesar de los diferentes enfoque de aproximación que presentan China, Estados Unidos y Europa todos ellos han logrado ponerse de acuerdo para sacar adelante una especie de Declaración Universal de la Inteligencia Artificial, emulando en cierta medida lo que en 1789 supuso la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Si bien ésta no logró evitar dos guerras mundiales y un largo número de conflictos, al menos sentó las bases para que fuesen reconocidos unos derechos que hoy son parte de nuestra esencia, nuestra cultura y nuestra forma de entender la civilización.
Y eso es exactamente lo que pretende la Recomendación sobre la Ética de la Inteligencia Artificial aprobada por los 193 países que forman parte de la UNESCO. Se trata de un documento de 30 páginas que no es legalmente vinculante, pero desde la Unesco esperan que se convierta en una referencia global para el desarrollo y uso ético de esta tecnología.
La Declaración es el resultado de tres años de negociaciones internacionales y del trabajo de un extenso comité de expertos provenientes de Google, Facebook, Microsoft, las Universidades de Stanford y Nueva York, la Academia China de Ciencia y Tecnología.
El reconocimiento facial, vetado para la vigilancia masiva
Entre las claves de la recién adoptada recomendación se encuentra la acotación de principios básicos que atañen al desarrollo de algunas de las tecnologías más cuestionadas del momento, como los sistemas de reconocimiento facial. En virtud del acuerdo, estos no deberán ser utilizados con fines de vigilancia masiva o rendición de cuentas sociales.
En el caso de los drones militares o el armamento autónomo, el documento especifica que “las decisiones de vida o muerte no deben ser tomadas por sistemas de inteligencia artificial” y se insiste que en estos escenarios “la última palabra siempre debe ser humana”.
Otros aspectos menos polémicos, como la recomendación de series o canciones en plataformas como Netflix o Spotify, son también abordados en la declaración, donde se subraya la necesidad de que los algoritmos que emplean estas plataformas sean transparentes y auditables, y de que no obedezcan a criterios económicos difícilmente justificables.
Además, la Recomendación anima a los Estados Miembros a considerar la posibilidad de añadir el papel de un funcionario independiente de ética de la IA o algún otro mecanismo para supervisar los esfuerzos de auditoría y seguimiento continuo. Asimismo, la Recomendación subraya que los actores de la IA deben favorecer métodos de IA eficaces en cuanto a datos, energía y recursos que ayuden a garantizar que la IA se convierta en una herramienta más destacada en la lucha contra el cambio climático.
Un reciente estudio publicado en Nature afirmaba que entrenar a un algoritmo de inteligencia artificial puede producir cerca de 300.000 kilos de dióxido de carbono, lo que equivale a 125 vuelos de ida y vuelta entre Nueva York y Pekín.