Hace ya muchos años que no existe una política de defensa al uso como en cualquier país de nuestro entorno. Quizá nunca existió. Desde el advenimiento de la democracia, más allá de lo establecido en la Constitución, las leyes de defensa del ordenamiento jurídico español lo han sido para corregir y/o adecuar las instituciones de la defensa y las FAS a las nuevas situaciones producidas por cambios políticos de orden interno o por los compromisos adquiridos en la arena internacional.
De esa manera, en 1980 se redactó la Ley de Criterios Básicos para la Defensa Nacional. Una ley de carácter orgánico que sentaba las bases de la nueva estructura de la defensa creada en España tras la muerte de Franco. Una ley en la que por primera vez apareció el concepto de defensa nacional que, sorprendentemente después de los sucesos del 23F, su reforma de 1984 mantuvo invariable en una década en la que se ponía en marcha una estrategia de aceleración de los procesos de integración en las organizaciones internacionales. Los Gobiernos de la época pensaron que dentro de ellas la joven democracia española podría defenderse mejor de sus enemigos externos y también internos.
De esa forma, España se convirtió en un aliado más de la OTAN en 1982 (que culminó con la integración militar en 1997) y en un miembro de pleno derecho en la UE en 1986. Delegábamos de alguna manera la responsabilidad de nuestra defensa en actores externos, eso sí a excepción de la tantas veces evocada “amenaza no compartida”. Desde entonces, los sucesivos Gobiernos del país y, por qué no decirlo, una gran parte de la sociedad española han vivido con la idea permanente de que la defensa de España estaba así asegurada. Nuestra pertenencia a las organizaciones internacionales diluía en gran medida el protagonismo que cualquier Estado debe otorgar a la defensa militar autónoma de su propio territorio.
Seguridad compartida
Esa idea caló aún más a fondo de la sociedad española cuando pocos años después, en 1989, se derrumbaba el muro de Berlín, y con ello la posibilidad de guerra en suelo europeo. Nacía un nuevo orden mundial y sin enemigo declarado en el Este, la OTAN se disponía a ampliar su esfera de influencia y asegurar así su supervivencia. De esa manera, el nuevo concepto estratégico de la Alianza de 1999 supuso la transformación del concepto de defensa colectiva por el de seguridad compartida. Bajo los auspicios de la ONU, la Alianza Atlántica encontró su nuevo campo de actuación y nuestro país se sentía como pez en el agua con independencia del color del Gobierno de turno.
Esta visión se imponía con fuerza en la Europa pacifista de la época, donde en 2003 la UE lanzaba su primera Estrategia de Seguridad (el famoso documento Solana), que holísticamente presentaba a la organización como un “exportador” de seguridad global en el mundo tras haberse apuntado el discutido éxito de la paz en los Balcanes. Nuestro país era arrastrado por la vertiginosa cadena de acontecimientos geopolíticos que se sucedieron con el fin del orden bipolar que desembocaron en una época dominada por los “dividendos de la paz” de Naciones Unidas. La política de defensa española se alienaba indescriptiblemente con las de las organizaciones internacionales de las que formaba parte y los “asuntos internos” en esa mataría seguían en un segundo plano.
Reducción de los gastos en defensa
Nociones como seguridad compartida, seguridad cooperativa, seguridad humana, seguridad económica, etc. fueron ganando terreno en los conceptos y estrategias de actuación de las organizaciones internacionales. Muchos de sus miembros, entre los que destacó España, airearon a los cuatro vientos que el gasto en defensa pasaba a una segunda prioridad con la desaparición de la amenaza convencional. Ello supuso, no solo una reducción drástica de las fuerzas armadas, sino también un abandono de la planificación de la defensa para situaciones imprevistas.
El tratamiento de la tradicional “amenaza no compartida” quedaba muy en un segundo plano y los escasos recursos en defensa eran empleados eso sí, para la financiación de las “operaciones de la paz” de nuestras fuerzas armadas. Una “operaciones” que en ningún caso eran su razón de ser, pero que condicionantes geopolíticos las habían situado en la principal protagonista en su empleo. Los “tambores de guerra” del pasado habían definitivamente desaparecido.
Fue en esta travesía del desierto en materia de defensa nacional, cuando se tuvo que recurrir a la llamada de la denominada cultura de defensa. Algunos políticos, no todos, advirtieron que el excesivo “pacifismo” que acompañaba a la transformación conceptual de la defensa estaba suponiendo un abandono o, mejor dicho, un desentendimiento de la sociedad sobre los asuntos de la defensa. La competición estratégica de que China y Rusia (y sus aliados) enfrentaban a los EE. UU. a comienzo de este siglo hacían ya presagiar un evidente cambio en la geopolítica mundial. Pero nuestro país seguía sin reaccionar, y desaprovechó el relato de defensa nacional de la nueva Ley 5/2005 para incorporar nociones como la necesidad de “conciencia” en vez de “cultura de defensa”.
Agotado el ciclo de la ley
Además, con la nueva ley, el legislador no dudó en modificar el texto sobre el concepto de defensa nacional que venía sorprendentemente alargándose en el tiempo desde la ley de 1980, pasando exclusivamente a expresar su “finalidad”. Se hurtaba lo “qué es” la defensa nacional con un nuevo “para qué sirve”, huyendo sin duda del articulado de la antigua ley en la que vocablos como “fuerzas morales”, “nación”, “cualquier forma de agresión” o “todos los españoles” rechinaban seguramente con los nuevos tiempos en los que el tratamiento de los asuntos militares parecía necesitar un nuevo enfoque que huyese de la militarización de los asuntos de la defensa.
Pero hoy en 2025, veinte años después de su promulgación, la historia ha agotado el ciclo de la actual Ley de Defensa Nacional. Una simple lectura de su exposición de motivos hace ver lo atemporal de su planteamiento en la actualidad, lejos de la realidad geopolítica que inexorablemente nos desborda. Son ya numerosas las voces que plantean una urgente revisión de la defensa en nuestro país, que siente unas bases sólidas para su adecuada dotación y lo suficientemente independiente para establecer una escala de prioridades acorde con el futuro inmediato que se avecina.