Javier Saldaña Sagredo

Opinión

Europeísmo e identidad nacional: El fantasma de Westfalia planea sobre el nuevo Parlamento de la UE

Coronel de Ejército de Tierra en situación de Reserva

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Banderas de la Unión Europea.
Banderas de la Unión Europea.

En algunos países tradicionalmente europeístas que formaron parte de la génesis de la Comunidad Económica Europea (antecesora de la UE), los partidos de corte “nacionalista” han avanzado de forma considerable en las últimas elecciones europeas del pasado 9 de junio. Tal ha sido el caso de Alemania, Francia e Italia donde formaciones políticas conocidas revisionistas de las actuales políticas comunitarias se preparan para dar la batalla persiguiendo una vuelta a los postulados del Estado-Nación acuñado en la Paz de Westfalia sobre la base de un territorio delimitado, una población estable, un Gobierno efectivo y soberanía propia.

En esa batalla, la importancia del Parlamento en la toma de decisiones de la UE es fundamental. La Eurocámara dispone de potentes herramientas de legislación, como son los Reglamentos comunitarios, que prevalecen sobre la legislación nacional de todos los Estados miembros a menos que alguno de ellos haya obtenido una cláusula de exclusión voluntaria para el asunto. Cuando un Reglamento entra en efecto anula todas las leyes nacionales que desarrollen ese mismo tema debiendo estar además de acuerdo con el contenido reglamentario toda legislación nacional que se elabore con posterioridad.

En ese sentido, aunque actualmente las políticas comunitarias “de obligado cumplimiento” por los Estados miembros sólo abarcan cinco ámbitos (normas de competencia, política monetaria, unión aduanera, política comercial común y conservación de los recursos biológicos marinos), en la mayoría de los demás asuntos los Estados irán inexorablemente perdiendo la todavía responsabilidad compartida con la UE (medio ambiente, espacio europeo de libertad seguridad y justicia y asuntos comunes de seguridad de salud pública) en los que aún pueden legislar sólo cuando no exista reglamentación previa en la Unión. Únicamente en asuntos de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria y Política Exterior y de Seguridad Común, la legislación de la UE no debe entorpecer la legislación de los Estados, en el primer caso, y legislar para coordinar sus acciones en el segundo.

Pero eso probablemente cambiará en un futuro, ya que es preciso recordar que la UE no es un proceso político acabado, sino que se encuentra en evolución. Así lo expresa el artículo primero del Tratado de la Unión Europea que establece que la Unión “constituye una nueva etapa en el proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”. Ante ello, en el nuevo Parlamento europeo se preparan para la batalla, por una parte, las formaciones nacionalistas (aún en minoría) que agrupan a dos familias políticas condenadas a entenderse (Identidad y Democracia y Conservadores y Reformistas) y por otra parte a la coalición ad-hoc de populares, socialdemócratas y liberales que en los últimos cinco años han regido en franca armonía los destinos de la UE en muchos casos de forma anti-natura en comparación con sus posiciones nacionales.

Un escenario ciertamente complejo de entender para los ciudadanos que en la mayor parte de los casos votan en clave nacional viendo como al día siguiente de la elecciones los parlamentarios de los 27 se integran inexorablemente en “grupos políticos transnacionales” que abrazan postulados que en ocasiones se pueden contraponer a los compromisos adquiridos con sus electores en los países de origen y que ofrecen  un perfecto “caldo de cultivo” para diluir estrategias como el impulso de la Agenda globalista 2030, el cambio climático, el pacto verde o la acogida indiscriminada de inmigrantes, que algunos partidos políticos se averiguan incapaces de explicar en clave nacional  sin que ello afecte a la pérdida de la soberanía e identidad nacional.

Europa vive un momento delicado, en franco declive en el concierto mundial, en el que los nuevos parlamentarios elegidos en los comicios van a tener que afrontar, entre otras cuestiones trascendentales, la ya mencionada crisis de “europeísmo” en los países de la Unión, una guerra a las puertas del viejo continente desde hace más de dos años y un conflicto palestino-israelí en máxima efervescencia donde sus Estados miembros son incapaces de adoptar una posición común. La debilidad del proyecto europeo en términos de progreso social compartido y de cohesión institucional se hace hoy más evidente que nunca a pesar del fuerte impulso de integración que supuso el último Tratado de la Unión firmado en Lisboa en 2007.

Es cierto que en los trescientos años que mediaron entre la citada Paz de Westfalia y la creación de la Comunidad Económica Europea, el continente siguió sumido en guerras entre sus Estados que culminaron con las dos mundiales de 1914 y 1939. Pero también no es menos cierto que el modelo de integración europea que se originó con el Tratado de Roma en 1957 supuso un largo periodo de paz en nuestro Continente, sólo roto (a excepción de la guerra de la desintegración de la antigua Yugoslavia) por la invasión rusa de Ucrania.

Por eso han sido tan importantes las elecciones del pasado 9 de junio. Por eso y por la importancia que una institución como el Parlamento europeo tiene en el devenir de los ciudadanos de la Unión que, con el Tratado de Lisboa, vio cómo se potenciada su papel en relación con la Comisión y al Consejo de la Unión. Significativo fue como su artículo 14 pasaba a señalar que el Parlamento estará compuesto por «representantes de los ciudadanos de la Unión» y no por «representantes de los pueblos de los Estados» en un claro guiño a la supranacionalidad de la UE. Pero encontrar un justo equilibrio entre europeísmo e identidad nacional debe ser la clave.

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