España y Portugal han vivido diez horas de apagón masivo. Sin electricidad, sin telecomunicaciones, sin certezas. Más allá de la incomodidad, más allá del desconcierto, lo que ha quedado al descubierto es algo que solemos relegar a segundo plano: la verdadera seguridad nacional no empieza en los tratados, ni en los ejércitos, ni en las fronteras. Empieza en lo esencial. En que el agua siga llegando. En que los hospitales sigan operando. En que la comunicación funcione. En que el sistema nervioso de un país sea capaz de sostenerse incluso cuando el entorno colapsa. Por unas horas, hemos sentido en carne propia lo que significa no poder sostener lo esencial. Y esa sensación, breve pero brutal, debería marcar un antes y un después en nuestra forma de entender qué y cómo debemos proteger.
No sabemos aún si el apagón fue causado por un fallo interno (como la inestabilidad de la red, saturada por la generación intermitente de renovables en un momento de alta producción solar) o por un ciberataque. Pero en cierto sentido, el origen importa menos que la evidencia: nuestras infraestructuras críticas demostraron no estar preparadas para el nivel de estrés que ya forma parte de la nueva normalidad. No se trata de una hipótesis remota. Lo vimos en Shushenskaya, el mayor accidente hidroeléctrico de la historia moderna, donde el descontrol de oscilaciones de producción energética llevó a la muerte de 75 personas. No fue un ataque enemigo, ni un evento extremo, ni siquiera un error puntual: fue la combinación de oscilaciones mal gestionadas, fatiga estructural y falta de rediseño adaptativo. La historia, como suele ocurrir, no se repite, pero rima. En la Península Ibérica, hemos escuchado esa rima con claridad suficiente como para no ignorarla.
Desde la pandemia de 2020 hasta la guerra en Ucrania y la carrera global por los chips, Europa ha vivido una secuencia acelerada de shock tras shock que ha puesto en evidencia una verdad incómoda: la estructura política de nuestras sociedades ya no se sostiene sin una arquitectura tecnológica diseñada con criterio estratégico. Durante décadas, delegamos nuestra seguridad productiva en cadenas globales que maximizaban la eficiencia a costa de toda resiliencia. Permitimos que nuestra visión tecnológica se fragmentara en silos —digitalización aquí, energía allá, defensa más allá— sin construir un relato común. El resultado es que la soberanía tecnológica europea ha sido históricamente interpretada como una cuestión de acceso, no de propiedad ni control. Eso ya no es sostenible. No en un mundo donde los alimentos, los datos, los materiales críticos y los algoritmos son instrumentos de poder tanto en tiempos de paz como de guerra. No en un momento donde hasta el clima puede convertirse en vector de desplazamiento, colapso o confrontación.
En este contexto, incluso el término “dual use” necesita una actualización radical. Ya no se trata de que una tecnología pueda tener aplicaciones civiles o militares, sino de si esa tecnología sirve para sostener un modelo de sociedad cuando el entorno global colapsa.
En 2025, lo dual no es una categoría funcional, es una propiedad de las tecnologías estratégicamente adaptables, capaces de operar en múltiples capas —económica, cognitiva, de defensa, climática— y de hacerlo bajo presión.
Tecnologías que no solo defienden una frontera, sino que mantienen con vida una economía, aseguran una infraestructura crítica, y conservan la capacidad de decidir sobre nuestro propio destino.
España ha presentado recientemente un Plan Industrial y Tecnológico para la Defensa y la Seguridad, que recoge objetivos como el impulso a tecnologías emergentes, la inclusión de startups en los procesos de innovación dual, la mejora de la ciberresiliencia de infraestructuras críticas y mecanismos de redistribución y descentralización para que la innovación llegue al tejido productivo. Sin embargo, a menos que en el Consejo Nacional de Seguridad y en su Consejo Asesor de Seguridad y Soberanía Tecnológica presionemos para actualizar el prisma estratégico desde el que interpretamos y diseñamos la arquitectura de seguridad nacional, estaremos repitiendo los errores del pasado con tecnologías nuevas. Porque seguir nombrando tecnologías sin rediseñar el modelo operativo que las articule de forma resiliente será, simplemente, construir vulnerabilidades más sofisticadas.
La resiliencia nacional exige pensar y construir bajo un marco operativo integrado que defino como Sustain > Sense > See > Understand. Sostener lo esencial significa mucho más que mantener funcionando infraestructuras obsoletas: implica rediseñar nodos estratégicos de autonomía operativa. Ejemplos tangibles existen: redes locales de microbiorreactores, capaces de sintetizar vacunas, biocombustibles o medicamentos estratégicos en zonas aisladas, pueden garantizar aprovisionamiento crítico aunque las cadenas logísticas colapsen. Las cámaras de crecimiento EMF, que aceleran el desarrollo de semillas resilientes mediante campos electromagnéticos, representan búnkeres agrícolas de soberanía alimentaria ante el colapso climático o sabotajes alimentarios. Sostener hoy es manufacturar autonomía funcional, no solo producir más rápido.
Sentir en tiempo real es otro imperativo. No basta con recopilar datos; necesitamos infraestructuras que detecten cambios sutiles en los flujos energéticos, de agua, o en la integridad de estructuras críticas. Plataformas de edge computing ya permiten que hospitales, bases logísticas o nodos energéticos periféricos sigan operando de forma inteligente incluso si la conectividad global falla. Biosensores de nueva generación son capaces de anticipar liberaciones de patógenos o ataques sanitarios antes de su manifestación clínica, transformándose en radares biotecnológicos de defensa nacional.
Ver antes de que el colapso sea evidente es la siguiente capa. Tecnologías como constelaciones satelitales hiperespectrales permiten identificar fluctuaciones térmicas anómalas en infraestructuras críticas o movimientos logísticos encubiertos mucho antes de que existan pruebas formales. Sensores cuánticos avanzados ya están abriendo nuevas fronteras para detectar alteraciones subterráneas o submarinas, reforzando la vigilancia silenciosa de activos estratégicos. Estos sistemas no recopilan más datos: generan hipótesis útiles antes de que otros siquiera reconozcan el problema.
Y finalmente, entender de forma distribuida es lo que convierte la infraestructura en inteligencia activa. Blockchain energéticas descentralizadas, protocolos de criptografía post-cuántica (PQC) o redes de comunicación cuántica mediante QKD ya no son experimentos futuristas: son cimientos de continuidad operativa y soberanía digital. Son las tecnologías que permiten que una red civil-militar mantenga su operatividad aunque su infraestructura principal sea atacada, que la ayuda humanitaria fluya sin vulnerabilidades, que la toma de decisiones permanezca protegida incluso bajo condiciones de guerra híbrida.
Hemos vivido un apagón. Y sería fácil pensar que ha sido un incidente. Pero sería un error. No fue un incidente: fue un espejo. Un espejo que muestra que sin innovación crítica, sin rediseño operativo, sin resiliencia distribuida, no tenemos seguridad nacional. Solo la apariencia de ella.
La verdadera defensa de un país en 2025 no empieza en los ejércitos ni en los tratados multilaterales. Empieza en la capacidad de sostener lo esencial cuando todo falla. Empieza en los microgrids que iluminan hospitales aislados. En las redes descentralizadas que mantienen la energía y los datos fluyendo. En las semillas resistentes que garantizan soberanía alimentaria. En las infraestructuras digitales soberanas que protegen decisiones críticas incluso bajo ataque.
No nos preguntemos más qué significa seguridad nacional. Nos lo ha gritado el silencio eléctrico. La seguridad nacional no es una palabra. Es una arquitectura. Y necesita innovación.
No mañana. Hoy.