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Las nuevas tecnologías están cambiando y renovando los modelos aplicables a la seguridad privada y colectiva. Y el reconocimiento facial es uno de los sistemas donde más se están acentuando esos cambios.En China, por no irnos más lejos, se calcula que ya hay instaladas una cámara por cada siete habitantes. Cámaras muy desarrolladas y con un nivel de sofisticación que garantiza la identificación de las personas que pasan por delante de algunas de ellas o entran dentro de su perímetro de cobertura.La utilidad de las cámaras de reconocimiento facial en la lucha contra el crimen es indudable, aunque para muchos observadores este tipo de recursos nos ponga en la disyuntiva de si esa vigilancia extrema entra en colisión contra el derecho a la privacidad.El ojo del “gran hermano” de George Orwell podría equiparse con estas nuevas cámaras de reconocimiento facial, donde prácticamente no hay margen de error. Pero, como en otras muchas cuestiones relacionadas con la seguridad el problema radica en establecer un equilibrio entre esa necesaria prevención y la lucha contra la criminalidad y el derecho a la intimidad. En una palabra, ¿hasta dónde se puede llegar y que espacios no pueden invadirse en el uso de esas revolucionarias tecnologías?Por si acaso, lo mejor que se puede hacer es crear unas líneas rojas y fijar hasta dónde está permitido llegar, y qué controles son necesarios para que el “gran hermano” no invada territorios que afectan a la propia libertad de las personas.El debate está abierto. La utilidad de los nuevos sistemas de reconocimiento facial es indudable. Y ahora sólo nos queda regular esta proliferación de cámaras en calles y plazas y aprobar en consecuencia una legislación que ponga las cosas claras.Pero, mucho me temo que siempre quedará un margen para la interpretación de esa legislación que va por detrás de una realidad que cambia de forma vertiginosa.