Los lemas de las empresas aspiran a recoger el ADN de estas mismas empresas. Son el breve resumen final que destilan las largas reuniones de “sabios” que todas las grandes organizaciones tienen en nómina, así como de las agencias asesoras que se ganan la vida agitando estos asuntos cada cierto tiempo. A estas les explicas quién eres, de dónde vienes, hacia dónde vas, y al cabo de unos días te devuelven tus mismas palabras en una preciosa presentación salpicada de conceptos como misión, visión, valores, que se resuelve en una diapositiva final en la que te muestran el que será tu logotipo y tu lema corporativo (o “claim”). Esta tarea, a pesar de que en torno a ella se haya creado tanto ostentoso ritual, es importante para una organización, pues ha de recoger de forma acertada en una suerte de haiku corporativo toda su esencia.
Hoy en día son muchas las grandes organizaciones que sonríen a sus consumidores reales o potenciales desde sus logotipos. Los de Amazon o Danone son solo dos ejemplos de grandes sonrisas dirigidas a sus respectivas clientelas, a las que en todos sus documentos sitúan en el centro de su sistema solar con independencia de cuál sea la relación real que mantienen con ellos.
Así las cosas, este año seguiremos escuchando el mismo discurso que profesores, ejecutivos de marketing y ventas y directivos empresariales vienen evolucionando desde hace décadas: del manido “el cliente siempre tiene la razón”, “el cliente es el eje de nuestro negocio” hemos pasado a otras similares, como el célebre lema que Juan Roig inculca a los empleados y proveedores de Mercadona “el cliente es el jefe”. En definitiva, todo por el cliente pero sin el cliente.
Más sofisticados, en medios salmón y webs o redes para profesionales como Linkedin leeremos a los gurús hablar de estrategias customercentric (porque, obviamente, decir clientecéntricas les parece mucho menos cool y el marketing empresarial y personal nos ha metido en esta espiral, aunque esa es cuestión para comentar otro día, no nos dispersemos). Desgraciadamente, el consumidor está acostumbrado a escuchar a los dirigentes empresariales, grandes empresarios del IBEX, en sus campañas promocionales estas frases grandilocuentes de cuidado prioritario ante los legítimos beneficios empresariales, pero la realidad que sufre como cliente es otra bien distinta y podríamos decir que en la mayoría de los casos hasta humillante. El que no la haya sufrido con alguna compañía es que no vive en este mundo. Y precisamente es paradójico que cuanto mayor sea la compañía el usuario es más cautivo y más evidente e indisimuladamente se emplea la táctica de las lentejas “Es lo que hay. O lo tomas…”. Eso sí, la gran mayoría de los recursos se emplean para captarte y luego lo de fidelizar o retenerte ya es otra cuestión.
En unos años en los que han mejorado tanto las posibilidades gracias a la digitalización y las economías de escala para tantas industrias, las grandes marcas las han aprovechado principalmente para reducir costes y optimizar sus márgenes y muy poco en cuidar su principal activo: su base de millones de clientes estables. No es extraño encontrar en las páginas web teléfonos de atención para captar nuevos clientes pero ninguno donde poder gestionar el día a día de tu servicio contratado.
Gigantes de sectores como el transporte, banca, energía, sanidad, distribución, seguros o telecomunicaciones saben que la competencia es limitada gracias a la regulación y prefieren centrarse en estirar al máximo los ingentes -y legítimos- beneficios que más o menos tienen garantizados y en posibles fórmulas de seguir ampliándolos que en cuidar la fuente de los ingresos. Únicamente actúan cuando -tras intentar denodadamente que no aparezcan nuevos actores y que el mercado siga cerrado a unos pocos- ven peligrar sus ganancias por la aparición de nuevos competidores del mundo de la economía digital que todos tenemos en la cabeza.
Las multinacionales saben lo inofensivos que son los organismos de supuesto control, y no temen ni las posibles sanciones ni a los legisladores. Y, por supuesto, tampoco les preocupa las organizaciones de consumidores, ideologizadas y centradas en cazar subvenciones y figurar sin molestar excesivamente más que a sus rivales políticos. Pero en la sociedad actual, el consumidor es mucho más exigente y tiene mucha más capacidad de reacción que antes y ya no es suficiente controlar lo publicado en los medios ni tiene sentido dedicarse solo a conseguir los objetivos marcados cada trimestre.
El consumidor es soberano y alguien le debería de recordar que con su dinero puede y debe hacer lo quiera en una economía de libre mercado a pesar de los palos en las ruedas de las empresas. No estaría de más una buena campaña de concienciación sobre sus derechos por parte de un inexistente, inoperativo y conflictivo Ministerio de Consumo. Por ley su labor “es asumir las políticas del Gobierno relativas a la protección y defensa de los derechos de los consumidores”.
Pero volviendo a poner la pelota en el tejado de las empresas, su cortoplacismo y ceguera no tienen por ejemplo en cuenta la reputación ni al dircom en la estrategia de las compañías, salvo para pedirles que arreglen las crisis que llegan por las opiniones y casos vertidos en las redes sociales. Tenemos infinidad de ejemplos, casi siempre, por culpa de las apps y nuevas opciones digitales para comprar o disfrutar servicios de forma mucho más cómoda, barata y en la que la empresa cuida un poco más al cliente, consciente de la enorme oferta y mínima fidelidad ante mejores precios y condiciones.
Las grandes compañías de productos y servicios esenciales confían en que todas son iguales en su maltrato al cliente y solo vuelcan su esfuerzo en la captación tradicional -muchísimas veces, persecución y acoso- de nuevas altas y se olvidan del imprescindible servicio posventa: evitar y resolver incidencias; asegurar la calidad del producto o suministro; la satisfacción del cliente; una comunicación comercial honesta y que aporte utilidad y beneficios a sus millones de usuarios.
Cada año, esas gigantes marcas invierten millones de euros en intentar obtener más ventas a través del marketing comercial, pero también a través de la reputación corporativa y de marca. Y se olvidan -intencionadamente- de otro principio básico del managament: “la mejor publicidad para una empresa es la que le hace un cliente satisfecho”. Y esto, en tiempos en los que las opiniones y reseñas en las redes sociales tienen tanta relevancia, no debería ser desdeñado. Porque, además, algunos pueden ser cautivos, pero no masoquistas y tienen memoria sobre su mala experiencia de usuario o pesadilla con su suministrador.
Yo a las grandes compañías les diría, cogiendo como referencia el lema de “Stop al maltrato animal”, que paren de maltratar a sus clientes si no quieren que la desafección pública siga aumentando y acabe devorando sus preciosas y sonrientes marcas.