El pasado 12 de agosto, hace menos de una semana, un alto funcionario estadounidense alertaba de que los talibán podrían entrar en la capital de Afganistán, Kabul, en los siguientes 90 días, una advertencia que se produjo después de que estos ya hubieran accedido a otras grandes ciudades afganas. Solo cuatro días más tarde, los insurgentes se fotografiaban repantigados en los sillones de ribetes dorados del despacho del presidente Ashraf Ghani Ahmadzai, quien ya se había encargado de huir con tiempo del país.
Además de este "pequeño" fallo de cálculo resulta llamativa la escasa agenda política y cobertura mediática que el avance de los talibán produjo durante los diez largos días previos en los que estos recorrieron lentamente, sin más ruido que el que generaban sus destartalados vehículos ni mayor oposición que la que ofrecían las carreteras sin asfaltar, ciudades como Kunduz, Herat, Lashkar Gah o Kandahar. Parecía como si la cosa no fuera con nosotros, los occidentales, quienes en el caso de España solo teníamos ojos para nuestras altas temperaturas, la variante Delta del coronavirus, para el precio de la luz, los incendios o para el inicio de la liga de fútbol. Y si bien es cierto que todas estas cuestiones son muy importantes (alguna un poco menos), también lo es que entre ellas nunca debió faltar el avance talibán por Afganistán. Este hecho, esencial para el orden internacional, y que atañe a equilibrios mundiales, amenazas terroristas, y a un buen puñado de asuntos fundamentales que nos afectan globalmente, como detalla Pilar Rangel, experta en terrorismo internacional, en una extensa entrevista publicada en Escudo Digital, se trató por lo general de forma esquiva, breve, como si los más de 6.000 kilómetros que nos separan de este país fueran suficiente razón para asignarle un espacio residual.
Y de repente, un día como cualquier otro, vimos pasear a los talibán por las calles de Kabul. Nada menos que con 86 días de antelación según las previsiones de Inteligencia, y entonces empezamos a recordar lo que había sucedido veinte años atrás, y a inquietarnos progresivamente al ver, ya sí por activa y por pasiva, imágenes de combatientes subidos a tanques, con sus miradas tensas y desafiantes, hasta el punto de que, de la noche a la mañana, el gran silencio dominante en los días previos se vio atropellado por el atronador efecto de miles de impactantes escenas como esta. De pronto, gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos nos pusimos a diseccionar todo tipo de informaciones relacionadas: los efectos que el cambio de régimen en Afganistán tendrá para los ciudadanos del país, especialmente para las mujeres; las intenciones del nuevo gobierno más allá de sus aparentemente bienintencionados anuncios, o las razones que esgrimen las principales potencias, y ahora, ya a posteriori, cuando la capacidad de cambiar los acontecimientos es nula, no hablamos de otra cosa. Qué lástima que un mes antes no hubiéramos dispuesto de videos de afganos agarrándose con uñas y dientes a los trenes de aterrizaje de los aviones militares. De haber sido así, a lo mejor hubiéramos considerado este gran problema como uno de nuestros y habríamos actuado en consonancia.
Pero estamos donde estamos. Y en días así uno no puede evitar preguntarse quiénes somos realmente; si somos aquellos que cuando está en nuestras manos estamos dispuestos a cambiar nuestra suerte y la de nuestros semejantes, o si, por el contrario, preferimos dejar pasar el tiempo y jugar a hacernos los sorprendidos frente al televisor, como cuando presenciamos uno de esos reality shows que nos hacen pasar el rato.