La inteligencia artificial es como un niño que está empezando a andar. Nos encanta lo que es capaz de hacer. Nos emociona y, sobre todo, nos ilusiona. Especialmente a los inversores. A otros, por el contrario, les da miedo lo que pueda llegar a hacer cuando sea mayor. Piensan que destruirá su trabajo, transformará su vida y cambiará el sistema de valores que tanto nos ha costado construir.
Todos tienen, claro está, su parte de razón. La IA es hoy capaz de hacer cosas maravillosas como reducir las listas de espera en los hospitales o calcular con antelación cuánto dinero puede costarte un ciberataque antes de que se produzca. Con escaso margen de error. Pero también puede cometer fallos más pueriles de los que haría un niño de seis años. Especialmente cuando un producto se lanza al mercado antes de estar correctamente terminado.
Es lo que le ha pasado a todo un gigante empresarial como Google, que ha tenido que retirar del mercado –al menos temporalmente- la generación de imágenes de personas en Gemini, su chatbot de inteligencia artificial (IA), después que replicase todo tipo de inexactitudes en algunas representaciones históricas.
El tema no deja de ser jocoso. Cuando le pedías a esta herramienta de creación de imágenes que dibujase un soldado nazi de la segunda guerra mundial, lo diseñaba con rasgos orientales, o negro. Un detalle muy inclusivo, pero que sin duda hubiera levantado a Adolf Hitler de la tumba de haber llegado a enterarse.
No le dio tiempo al dictador porque los de Silicon Valley han sido rápidos a la hora de retirar este servicio, en el que quieren seguir trabajando hasta mejorar las funciones por las que, durante unos días han sido objeto de mofa en X, la red social recientemente renombrada por el multimillonario Elon Musk.
También lo han sido las imágenes de vikingos, poco acordes con la estética nórdica, o las de los padres fundadores de Estados Unidos. Imágenes muy diversas racialmente, pero poco ajustadas a la historia. Guerreros de la antigua Grecia o físicos del siglo XVII siguen también este patrón multirracial, que no ha tardado en desatar una tormenta de críticas por su escaso parecido con la realidad.
Sesgos distorsionadores
La polémica, en realidad, no ha sido generada por la tecnología, sino por los humanos al mando. En un intento de no ser acusada de racista o segregadora, la inteligencia artificial se ha pasado de frenada. Ha tratado de lograr que el hombre blanco no fuera el género predominante y lo ha conseguido a la perfección, pero se ha olvidado de un asunto. Eso no vale cuando nos referimos a épocas históricas concretas.
La historia no se puede cambiar. Tampoco cuando es negativa. Debe permanecer ahí para que podamos aprender de los errores y eso no se logrará nunca si la inteligencia artificial, en un exceso de corrección política, la modifica. Por suerte, todo ha quedado en una anécdota y los ingenieros encargados de revisarla están ya manos a la obra.
No será muy difícil. Al fin y al cabo, la IA es como un niño que está aprendiendo a andar y nadie nace sabiendo. El fallo aquí, más que en la herramienta en sí, reside en las prisas por sacarla al mercado. La ansiedad que hace tan solo unos meses provocó un cisma en OPenAI -la compañía pionera del sector y el espejo en el que se miran muchas- puede ser el peor enemigo de una tecnología que está llamada a marcar buena parte del desarrollo de nuestra sociedad en la primera mitad del siglo XXI.