Si bien no en alejandrinos, ni hexámetros dactílicos, ni en verso cualquiera que pudiera escribirse –pues ya no se leen estos–, la épica sigue funcionando como uno de los más grandes impulsos de nuestra conciencia colectiva. Y quizás de forma frívola, en un mundo de condiciones domesticadas, el relato épico ha ido a abrigar los sucesos del deporte; la disciplina más cercana por sus formas a los hechos bélicos, epopéyicos o, en general, legendarios. La disciplina más dada al mito, por su alcance, por su prodigiosa escultura histórica y por su capacidad para adosar personas a montones en París, Tokio, Río, Londres o donde quiera que se proponga. El deporte, catalizador de muchos de los sueños del mundo globalizado y omnisciente en el que vivimos, esgrime sus mayores argumentos ahora mismo en la capital francesa, como cada cuatro años, en los míticos Juegos Olímpicos.